
La bicicleta era su única arma, su vía de escape a todo, su independencia, su posibilidad más cierta de llegar a donde le placiera o necesitase o sencillamente quisiera. A sus setenta y cinco años su bici no era sino una muleta más, ese apoyo del que todos necesitamos durante toda nuestra vida, ese vicio personal e inconfesable que para unos es el tabaco, para otros la comida, los libros, la música o la bebida, porque pedalear era para Margot la compulsión de su obsesión por la libertad, y aunque su recorrido se limitase a la ciudad ella aliviaba su necesidad y alimentaba su vicio a un tiempo.
Por eso cuando su amiga Cherry vio el accidente supo que ella no sobreviviría. Margot pedaleaba con más desesperación de lo habitual aquella tarde, por lo que el atropello fue atroz. Margot cayó duramente contra el suelo con un ruido sordo justo delante del coche. Fue capaz de levantar lo suficiente la cabeza para ver su amada bicicleta bajo las ruedas del vehículo. Bajó la mirada hacia sus piernas y deduciendo la ausencia de toda salvación, alargó la mano hacia su alter ego y apoyó con una dignidad extraordinaria su pesada cabeza sobre la carretera, expirando en paz.
Por eso cuando su amiga Cherry vio el accidente supo que ella no sobreviviría. Margot pedaleaba con más desesperación de lo habitual aquella tarde, por lo que el atropello fue atroz. Margot cayó duramente contra el suelo con un ruido sordo justo delante del coche. Fue capaz de levantar lo suficiente la cabeza para ver su amada bicicleta bajo las ruedas del vehículo. Bajó la mirada hacia sus piernas y deduciendo la ausencia de toda salvación, alargó la mano hacia su alter ego y apoyó con una dignidad extraordinaria su pesada cabeza sobre la carretera, expirando en paz.
Carolina Torrecilla García, escrito en Málaga, el 15 de noviembre de 2005
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