Si unas horas antes, en el programa, nos lo hubiera dicho, creo que este pájaro de reloj en pecho nunca se hubiera posado al filo del cristal para mirarnos pendular así y hacernos uno. La omisión de las palabras concretas funcionó a favor. Mucho después, cuando la calma aquietó el estanque vacío de bolsillos fértiles, las palabras llegaron: meticuloso hormiguero depredador de los requechos en este acuario disperso.
Hacía unos meses que entre vos y yo habían ovado plugs de conciertos, cables de ganas e imanes. Ella no podía saberlo; quizá tampoco haya planeado sus pies en estas aguas, algo así como líneas que convergen inconcientes o el destino, las escamas que van creciendo.
Recién era el segundo día de nuestro nado y entonces ella, que nos había citado por separado al programa: tu tono altamente femenino y mi contraste. Nos sorprendimos al saberlo el primer día de nado. Fueron entonces sus hilos? Creo que ni nos dimos cuenta; pero ahora que pienso bien, me acuerdo de tus ojos destilando algo de algas, y se te notaban efervescentes los breteles del sostén. Llevabas sostén? También... semejante calor. Después el convite poco concurrido, copas, distensión. Chau, un placer, gracias por venir, gusto en conocerte y tal vez un silencio de pocos segundos pero más sólido de la puerta de su casa hacia dentro. Desde que cerró la copa ya todo sonó a vidrios de acuario, a burbujas, a mucha agua. Dos huéspedes foráneos, vos más que yo; nadie más que los tres y un silencio ramificado entre las copas, lianas etéreas desde todos lados; al codo, a las muñecas, de las copas a los labios ya sin marcha atrás. El rey silencio una jungla cruda y su dedo índice mínimamente pidiendo otra ronda.
Ella me abrazó agradecida de que hubiéramos ido (lo recuerdo patente: dijo "...que hubiéramos...", no "...que hubiera..." … entonces quizá sí hilos y los pies mojados) y un contento nuevo se trepó a las piernas del verde rey tirado en el sofá. Te miré, sonreías detrás de su abrazo. Estiré el brazo izquierdo a tu sonrisa que al llegar fue beso, muy cerca, casi contra su cuello. Beso medusa, guerra de pulpos, anguilas orbitantes y mareadas, miradas de costado por ella luego de que su cuello se estirara y su respiración se pusiera tibia, acuosa, y miraran sus suspiros las anguilas, su aliento y tu anguila, porque la mía en tu cuello; anguila inquieta.
Ciento cuarenta, noventa y ocho, treinta y siete anguilas rasantes se comían el piso, la moquette, el sofá y el reloj que nos miraba desde el pecho del pájaro trepado al borde del vidrio. El pájaro cíclope, un águila ungulada, deidad de anguilas subterráneas que conquistan cada túnel, cada superficie, resbalando en frutas de una verdulería carnívora completa. Las hojas de los diarios que nos envolvían se nos tatuaban para desdibujarse y al final un gris lamido, virado de golpe y a golpes, de espeso a rojo occipital, también disuelto (bastante luego) en el estanque.
Fueron saltando todos los tapones del estanque: tapón serrucho, tapones cima, tapón epílogo. Explosiones y el agua, que se iba de a poco por los desagües, las anguilas corcoveaban cornalitos y cerezas, tal vez globos cuneiformemente estirados en un entorno de goma. Saltos tortilla, festín de dorados al aire mientras bajaba el agua. No sabíamos de donde había salido semejante maraña de peces. Y el águila nos miraba, águila y anguilas. Cada tanto bajaba y se acercaba, algún arenque glup (y eso que esos pájaros no comen estos peces).
El águila crecía y se alimentaba en el medio metro a que finalmente se redujo el estanque. El pájaro montaña que nos convidó sus cumbres y sus garras. Después se fue y vimos colgado sólo su reloj de pecho increíblemente agotado, acogotarnos. Los ojos ya eran de a poco humanos nuevamente y el reloj un abismo inmenso diluyéndose, un paréntesis.
Al programa no lo recuerdo. Cuando lo pienso veo estirarse un nudo retráctil, enjabonado. En cambio al taxi… cada detalle. Y la mirada atónita que preguntaba dónde a las dos anguilas chorreantes que lo abordaban. Al hotel, para coser este estrépito de escamas que nos ha quedado y embolsar las cáscaras de tanta fruta. Anguilas abrazos bañarse y dormir.
Hacía unos meses que entre vos y yo habían ovado plugs de conciertos, cables de ganas e imanes. Ella no podía saberlo; quizá tampoco haya planeado sus pies en estas aguas, algo así como líneas que convergen inconcientes o el destino, las escamas que van creciendo.
Recién era el segundo día de nuestro nado y entonces ella, que nos había citado por separado al programa: tu tono altamente femenino y mi contraste. Nos sorprendimos al saberlo el primer día de nado. Fueron entonces sus hilos? Creo que ni nos dimos cuenta; pero ahora que pienso bien, me acuerdo de tus ojos destilando algo de algas, y se te notaban efervescentes los breteles del sostén. Llevabas sostén? También... semejante calor. Después el convite poco concurrido, copas, distensión. Chau, un placer, gracias por venir, gusto en conocerte y tal vez un silencio de pocos segundos pero más sólido de la puerta de su casa hacia dentro. Desde que cerró la copa ya todo sonó a vidrios de acuario, a burbujas, a mucha agua. Dos huéspedes foráneos, vos más que yo; nadie más que los tres y un silencio ramificado entre las copas, lianas etéreas desde todos lados; al codo, a las muñecas, de las copas a los labios ya sin marcha atrás. El rey silencio una jungla cruda y su dedo índice mínimamente pidiendo otra ronda.
Ella me abrazó agradecida de que hubiéramos ido (lo recuerdo patente: dijo "...que hubiéramos...", no "...que hubiera..." … entonces quizá sí hilos y los pies mojados) y un contento nuevo se trepó a las piernas del verde rey tirado en el sofá. Te miré, sonreías detrás de su abrazo. Estiré el brazo izquierdo a tu sonrisa que al llegar fue beso, muy cerca, casi contra su cuello. Beso medusa, guerra de pulpos, anguilas orbitantes y mareadas, miradas de costado por ella luego de que su cuello se estirara y su respiración se pusiera tibia, acuosa, y miraran sus suspiros las anguilas, su aliento y tu anguila, porque la mía en tu cuello; anguila inquieta.
Ciento cuarenta, noventa y ocho, treinta y siete anguilas rasantes se comían el piso, la moquette, el sofá y el reloj que nos miraba desde el pecho del pájaro trepado al borde del vidrio. El pájaro cíclope, un águila ungulada, deidad de anguilas subterráneas que conquistan cada túnel, cada superficie, resbalando en frutas de una verdulería carnívora completa. Las hojas de los diarios que nos envolvían se nos tatuaban para desdibujarse y al final un gris lamido, virado de golpe y a golpes, de espeso a rojo occipital, también disuelto (bastante luego) en el estanque.
Fueron saltando todos los tapones del estanque: tapón serrucho, tapones cima, tapón epílogo. Explosiones y el agua, que se iba de a poco por los desagües, las anguilas corcoveaban cornalitos y cerezas, tal vez globos cuneiformemente estirados en un entorno de goma. Saltos tortilla, festín de dorados al aire mientras bajaba el agua. No sabíamos de donde había salido semejante maraña de peces. Y el águila nos miraba, águila y anguilas. Cada tanto bajaba y se acercaba, algún arenque glup (y eso que esos pájaros no comen estos peces).
El águila crecía y se alimentaba en el medio metro a que finalmente se redujo el estanque. El pájaro montaña que nos convidó sus cumbres y sus garras. Después se fue y vimos colgado sólo su reloj de pecho increíblemente agotado, acogotarnos. Los ojos ya eran de a poco humanos nuevamente y el reloj un abismo inmenso diluyéndose, un paréntesis.
Al programa no lo recuerdo. Cuando lo pienso veo estirarse un nudo retráctil, enjabonado. En cambio al taxi… cada detalle. Y la mirada atónita que preguntaba dónde a las dos anguilas chorreantes que lo abordaban. Al hotel, para coser este estrépito de escamas que nos ha quedado y embolsar las cáscaras de tanta fruta. Anguilas abrazos bañarse y dormir.
Alejandro Cabrol Bitácora del ácaro náufrago
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