FLASH DE NOVEDADES:

Citas de Heinrich Heine: "Si quieres viajar hacia las estrellas, no busques compañía" █ "Los sabios emiten ideas nuevas; los necios las expanden". █ "La verdadera locura quizá no sea otra cosa que la sabiduría misma que, cansada de descubrir las vergüenzas del mundo, ha tomado la inteligente resolución de volverse loca". █ "Allí donde se queman los libros, se acaba por quemar a los hombres". █ "Un amigo me preguntaba porqué no construíamos ahora catedrales como las góticas famosas, y le dije: Los hombres de aquellos tiempos tenían convicciones; nosotros, los modernos, no tenemos más que opiniones, y para elevar una catedral gótica se necesita algo más que una opinión."

Ciudadanos de Babia

22.3.11

'El aprendiz de cobrador' de Ignacio Aldecoa


En julio, señores, siendo cobrador en un tranvía, cuesta sonreír.
En julio se suda demasiado; la badana de la gorra comprime la cabeza; las sienes se hacen
membranosas; pica el cogote y el pelo se pone como gelatina. Hay que dejar a un lado, por
higiene y comodidad, el reglamento; desabotonando el uniforme, liando al cuello un pañuelo
para no manchar la camisa, echando hacia atrás, campechanamente, la gorra.
En julio las calles son blancas y cegadoras como platos, o negras y frescas como cuevas.
En las que el sol y a sombra juegan su dominó, parece que se mueve una vaca, gorda e
hinchada, como las que se encuentran muertas de carbunco en las canteras abandonadas.
Cuando el tranvía entra en una calle recién regada, sobre la que cae el sol rabiosamente, se
levanta un vaho sofocante que enturbia los ojos y deja en la boca un sabor agrio. En las
primeras horas de la tarde los viajeros se ven como si se delirase y el cobrador está
desmadejado, sin ganas de tenerse en pie. Los tranvías amarillos de los barrios lejanos,
populares y ardientes, pasan asemejándose a tremendos insectos, a los que gustaría, con una
mano gigante, sacar de su ruta viva y zoológica, por la que andan a saltos, y tumbarlos panza
arriba, mientras las ruedas se les agitan inútilmente.
En julio es precisamente el tiempo en que a los viejos cobradores suelen darles el delicado,
docente y aburrido encargo de enseñar al que no sabe; esto es, mostrar a los aspirantes a
tranviarios cómo se debe cobrar rápida y educadamente. Los aspirantes son gentes tímidas, de
dedos gruesos y torpes, que cortan los billetes por los números, sonríen tontamente y no saben
hacer los cartuchos de calderilla con prontitud y elegancia. Los aspirantes son los únicos que
en el verano sonríen en los tranvías.
Leocadio Varela es un muchacho de Canillejas que acaba de llegar de Almería, donde ha
servido a la Patria dos años y ha adelgazado siete kilos. Leocadio es hijo de tranviario, tiene el
cuello de lápiz; los ojos, overos; los pies, planos; la facha, desgarbada; un bigote primerizo y
pardo, que parece —ustedes perdonarán la comparación— lo que dejan de sí las moscas en las
bombillas, y una novia muy bonita en Barajas que se viste de colorado los domingos y sabe
bellas canciones, que canta mientras se dedica a sus labores. Leocadio Varela, aprendiz de
cobrador, está enamorado de ella hasta el hueso viscar.
Prohibido fumar. Prohibido escupir. No está el cartel de prohibido orinar. Un niño intenta
humedecer la falda de su madre y algo le llega a un caballero de negro que está sentado junto
a ellos. Leocadio suda y sonríe; tan alto parece un cirio con churretones. El tranvía pasa
cercano a un mercado y le llega un hedor, repugnante y sensual, de fruta y carne, de pescado y
embalajes a la nariz, que le aletea como si se le fuera a volar.
—¿Dos?
—Sí, dos.
Leocadio imagina que ya está casado, que tiene dos hijos, chico y chica; que los días de
fiesta come en casa de sus suegros; que las vísperas ha ido al cine con su mujer y se han
divertido; que de vuelta han encargado un muchacho, porque todavía están muy enamorados.
Las conversaciones de los viajeros no le distraen. «Tienes que comprarte una camisa, Paco, en
cuanto cobres.» «Mañana torea en Vista Alegre el chico de Municio.» «Debes ir al médico,
esa tos suena mal.»
—Hasta final de trayecto.
—Sesenta de vuelta.
—¿Sabe usted por dónde cae el bar Campanita?
—Pues debe de caer pasado el puente.
—Gracias.

—No hay de qué.
El tranvía va despacio. Da tiempo a leer los letreros de las tiendas. «Confitería La
Inconquistable», «Mercería La Violeta», «Zapatería El zapato de Oro». Después, un título
exótico anunciando una taberna: «Mexicán». Leocadio recuerda las canciones de su novia.
Piensa que ella, con la madera que tiene, educándola un poco, podría ser una gran artista y
ganar mucho dinero. Pero no; entonces ya no le querría, porque a las mujeres se les sube la
fama a la cabeza y ya no quieren a los de su clase, prefiriendo a la gente que viste bien, come
bien, duerme bien y lo hace todo bien. El cobrador viejo le llama.
—Varela.
—¿Diga usted?
—En la próxima nos alcanza el inspector. Avisa al conductor que traemos pegado al
setenta.
—Sí, señor.
Leocadio va hacia el conductor.
—Que traemos pegado al setenta.
—Ya lo sé.
Leocadio aprieta el dedo en la esponjilla de la correa como si pulsara un botón.
—¿Usted?
—Ya llevo.
—¿Usted?
El que va en el estribo haciendo equilibrios le alarga cuarenta céntimos y hace un chiste:
—Lo que sobre, para el bote.
El aprendiz de cobrador cree estar ingenioso contestando:
—Gracias.
El puente.
El Manzanares no es un río; es una carretera encharcada y llena de hierbas.
Una lata brilla, asomando la sierrecilla de la tapa. Sube el inspector, que es pequeño y
grueso, serio y mostrenco.
Parece una chinche.
—¡A ver, Varela!
Hace puntos y rayas en un estadillo.12 Luego saca la tenaza taladradora y empieza a pedir
los billetes. Cuando acaba se dirige al cobrador viejo:
—¿Qué tal éste?
—Bien, aunque algo lento.
—Ya aprenderá. Hasta luego.
—Hasta luego.
La serie de combinaciones que tiene que hacer Leocadio para llegar a su casa le llevan
cosa de hora y cuarto. Primero hasta Atocha;después hasta Ventas;14 por fin, Canillejas. Le ha
tocado el servicio más lejano, pero ya se arreglará. En Canillejas empieza a subir gente
conocida; él, además, charla con el cobrador, que le conoce desde niño.
—¿Qué tal, Leocadio?
—Pues por ahora bien.
—Ya irás acostumbrándote —le dice con aire sabio. —Sí; ya me acostumbraré.
Hay un burbujear de risas en la parada del tranvía y suben tres muchachas acompañadas
de dos pollos. Hablan alto y se ríen por nada. Cuentan tonterías.
Leocadio se acerca a ellos:
—¡Cuánto bueno por aquí! ¿Qué hay, Felisa?
Todos gritan y se echan a reír. Uno de los acompañantes le palmea la espalda. A pesar de
que el calor es insoportable o poco menos, va muy fardado de azul marino, con una corbata
irritante de colorines, repeinado y con playeras.
—¡Hombre!, Leocadio, te echábamos de menos. A la «Feli» la hemos puesto en medio en
el cine, para que no digas.
El aprendiz de cobrador se ruboriza un poco, pero ya está en su barrio y vuelve a ser el de
siempre:
—¡Como está mandado!
—Y qué, ¿se te da bien el oficio?
—Pues no se me da mal.
—Y ¿qué te parece que lo celebremos un poco en casa de Cabezota antes de irnos a
dormir y que la «Feli» nos cante algo?
—Por mí... —responde encogiendo los hombros. Las muchachas intervienen:
—Pero se nos va a hacer tarde.
El pollo que lleva la voz cantante guasea y decide a todos:
—¡Que se nos haga, que hoy tenemos que celebrarlo! Y vuelven a las risas y a los
achuchones, salvajes y amorosos.
Bajan en casa de Cabezota.
—Unos «vermutes para las mujeres. A los machos, vino.
La Felisa se aparta con Leocadio. Mimosa, baja la vista.
—Leocadio: te quiero, ¿sabes?
—¡Y yo a ti!
—Leocadio: ¿cuánto?
—Pues como un millón o tal vez más.
—Leocadio: ¿vas a ser formal?
—Muy formal, «chati».
—Bueno. Y ¿no te emborracharás?
—No me emborracharé.
—¿Me lo prometes?
—Sí, mujer...
Los del grupo se acercan. El mandamás, volviéndose, dice:
—Mirad a los tórtolos. Ya tendréis tiempo, hombre, que la vida es larga.
Una de las chicas se ríe pícara y secretera. —Cuenticos a la oreja no valen una lenteja.
El que dirige pide otra ronda, fingiendo gesto señoril: —Repite y buenas tapas.
Luego, a la Felisa:
—Cántanos algo. No te hagas de rogar.
—Pero si yo...
Leocadio la lanza.
—Anda, «Feli»; canta «Guadalajara en un llano...».
—Como queráis...
Y la Felisa canta con mucho sentimiento y bastante desgarro.
Reclaman más vino. En la taberna hay un silencio expectante. Dos viejos, sentados en un
rincón, comentan:
—La chica tiene buena voz.
El otro, con los ojillos saltarines, se ha fijado en el tipo. —Y está muy bien; podría ser
artista.
Va pasando el tiempo. El grupo alborota para marcharse. Pagan y se van.
A la salida cada pareja coge un camino. Leocadio acompaña a Felisa por la carretera de
Barajas. Los olivos tintan el campo de sombras. Hay un aroma honrado de cereales, de cardos,
de hierba seca. La Felisa y su novio encienden con sus pisadas los rastrojos. Canta lejano un
sapo de la vera del camino. Leocadio siente un escalofrío por el vientre.
Sopla un airecillo de briznas. La Felisa tiene los ojos negros y dorados, como los élitros de
los escarabajos. Se sientan...
A la mañana siguiente Leocadio no sonríe en el tranvía. Está lleno de preocupaciones. El
calor le atosiga. Los dedos le responden seguros cuando corta los billetes.
Apenas hace caso del profesor, que le dice para término de sus lecciones:
—Varela: tú ya sabes; pegado a la hoja, que ese es el único consejero que llevas.
Julio exprime cera sobre la ciudad.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Cuando estaba en la facultad tenía un libro maravilloso. Carmen Martín Gaite nos hablaba (e iba ilustrado con fotos) de sus amigos y de la época que vivieron, de sus sueños y esperanzas.
"Esperando el porvenir", ese es el título, me ha traído a la mente a Carmen porque siempre decía que Ignacio era el mejor cuentista. De hecho, fue la culpable de que en mi estantería estén los cuentos completos de él.
Me convenció de una manera increíble.
Qué mujer. Por eso me gustó siempre también ella como escritora. Te puedes imaginar en cualquier lugar en sus novelas.
Gracias, Jaime, por ofrecernos siempre textos tan buenos.
No nos prives de los tuyos, por favor.
Abrazos.

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