la muerte, queriendo salvar esta pequeña y tierna vida, y durante cuarenta horas
he permanecido sentada junto a su cama, mientras la gripe agitaba su pobre
cuerpo, ardiente de fiebre día y noche. Al final he caído desplomada. Mis ojos no
podían ya más, y se me cerraban sin que yo me diera cuenta. He dormido durante
tres o cuatro horas en la dura silla, y mientras dormía se lo ha llevado la muerte.
Ahora está allí ese pobre, ese querido niño, en su estrecha camita, tal como murió:
únicamente le han cerrado los ojos, aquellos ojos suyos, oscuros e inteligentes; le
han cruzado las manos sobre la camisa blanca, y cuatro velas arden a los
costados de la cama. No me atrevo a mirarle; no tengo valor para moverme, pues
cuando tiemblan las llamas de las bujías, las sombras se deslizan sobre su cara y
sobre su boca cerrada, dando la impresión de que sus rasgos se mueven, con lo
cual podría yo pensar un momento que no había muerto, que podía despertar
para decirme con su voz clara alguna palabra llena de cariño infantil. Pero sé que
está muerto y no quiero mirarle para no volver a abrigar una vana esperanza y
verme de nuevo desilusionada. Lo sé, lo sé; mi hijo ha muerto ayer y ahora no me
queda en todo el mundo nadie más que tú; tú, que no sabes nada de mí; tú, que
entretanto te distraes con tus asuntos o con otros hombres. Sólo te tengo a ti, que
nunca me conociste, a quien siempre he querido.
“He tomado una quinta bujía y la he colocado en la mesa, sobre la cual te
escribo. Hago esto porque no puedo estar sola con mi hijo muerto sin gritar lo que
pesa sobre mi alma, ¿y a quién podría yo hablar en esta hora terrible sino a ti, que
has sido y aún lo eres todo para mí? Quizás no pueda explicarme claramente,
quizás no me comprendas; tengo pesada la cabeza, siento un latido en las sienes
y me duelen los miembros. Creo que tengo fiebre; tal vez es la gripe que anda
ahora de puerta en puerta, y esto último sería lo mejor, pues así me iría con mi hijo
sin necesidad de hacer nada contra mí misma. De vez en cuando, algo oscuro se
me pone delante de los ojos, y acaso no pueda acabar esta carta; pero quiero
reunir todas mis fuerzas para hablar contigo esta sola vez, contigo, mi amor, que
no me has conocido nunca. (...)
1 comentario:
Precioso el comienzo, inesperado cada giro de Zweig en su carta "que transcribe".
Cuánta magia en la literatura.
Gracias, Jaime.
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