(...) En una de las sillas extremas, la señorita Montse, sola, acodada a la mesa, escribe en una libreta. Lleva el pelo recogido en un moño y se adorna con un clavel rojo. La chica llega hasta ella y se para, la mira en silencio, luego deposita el paquete sobre la mesa. La señorita levanta la cabeza y sonríe:
-Hola, hola, ¿quién es esta chica tan bonita?
Le indica que se acerque más. En la sala de juegos, los aspirantes ven salir a los últimos miembros de la reunión y ya rodean las mesas disponiéndose al asalto.
-¿Eres dé la parroquia?
-No, señorita.
Y acto seguido, sin apartar los ojos de la caja de zapatos, de su boca dura y agresiva brotan palabras atropelladas: ¿podría la señorita hacer llegar este paquete a alguien que está en la cárcel y que nadie va a ver, ni ella, porque ella prefiere no volver a verle nunca más...? Ha oído decir que las señoritas de la parroquia también se ocupan de los presos.
-¿Qué hay en el paquete?
-Comida.
-¿Es pariente tuyo? -Ahora la chica mira con desconfianza-. No temas nada, te ayudaremos. ¿Es un pariente?
-No, señorita.
La señorita Montse le dice que se siente, que se tranquilice, se hará lo que se pueda. Ella no quiere sentarse, tiene prisa.
—Tenemos que saber por qué está preso y cómo se llama -dice la señorita, siempre sonriente. La muchacha titubea, la señorita saca una agenda del bolso, la abre. En la sala de juegos aumentan el griterío y la violencia, un niño llora-. Veamos. ¿No tiene familia, dices que nadie ha ido a verle?
-Nadie, señorita.
Montse Claramunt toma nota. Ella se acerca más, mira por encima del hombro de la señorita y responde a sus preguntas en voz baja y de prisa: «Por ladrón, señorita, por eso está allí». El niño llora a lágrima viva, ahora le atiende una aspirante del equipo de baloncesto. Nuria Claramunt entra en la sala de reuniones a la patacoja, sostenida por la entrenadora suplente y una compañera, que la sientan en una silla. «No es nada», dice para tranquilizar a su hermana. La señorita Montse se inclina de nuevo sobre la agenda, mueve el bolígrafo con rapidez. (...)
-Hola, hola, ¿quién es esta chica tan bonita?
Le indica que se acerque más. En la sala de juegos, los aspirantes ven salir a los últimos miembros de la reunión y ya rodean las mesas disponiéndose al asalto.
-¿Eres dé la parroquia?
-No, señorita.
Y acto seguido, sin apartar los ojos de la caja de zapatos, de su boca dura y agresiva brotan palabras atropelladas: ¿podría la señorita hacer llegar este paquete a alguien que está en la cárcel y que nadie va a ver, ni ella, porque ella prefiere no volver a verle nunca más...? Ha oído decir que las señoritas de la parroquia también se ocupan de los presos.
-¿Qué hay en el paquete?
-Comida.
-¿Es pariente tuyo? -Ahora la chica mira con desconfianza-. No temas nada, te ayudaremos. ¿Es un pariente?
-No, señorita.
La señorita Montse le dice que se siente, que se tranquilice, se hará lo que se pueda. Ella no quiere sentarse, tiene prisa.
—Tenemos que saber por qué está preso y cómo se llama -dice la señorita, siempre sonriente. La muchacha titubea, la señorita saca una agenda del bolso, la abre. En la sala de juegos aumentan el griterío y la violencia, un niño llora-. Veamos. ¿No tiene familia, dices que nadie ha ido a verle?
-Nadie, señorita.
Montse Claramunt toma nota. Ella se acerca más, mira por encima del hombro de la señorita y responde a sus preguntas en voz baja y de prisa: «Por ladrón, señorita, por eso está allí». El niño llora a lágrima viva, ahora le atiende una aspirante del equipo de baloncesto. Nuria Claramunt entra en la sala de reuniones a la patacoja, sostenida por la entrenadora suplente y una compañera, que la sientan en una silla. «No es nada», dice para tranquilizar a su hermana. La señorita Montse se inclina de nuevo sobre la agenda, mueve el bolígrafo con rapidez. (...)
Juan Marsé
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