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Ciudadanos de Babia

8.7.09

Kundera, defensa e ilustración de la Modernidad

Por Marc Fumaroli.
05 de julio de 2009 - número: 910

Milan Kundera, escritor en lengua francesa en el exilio, produjo, alternando con las novelas, varias colecciones de ensayos críticos: Los testamentos traicionados, El arte de la novela. La última de estas colecciones en orden cronológico, Un encuentro, traducida y publicada en Italia por Adelphi por primera vez [en España, por Tusquets], es desde luego aquella en la que Kundera se entusiasma y se irrita más intensamente. Habla como podría hacerlo el último indígena de una patria borrada del mapa de los pueblos globalizados y, por añadidura, privada de otro recuerdo que no sea la denigración y el desdén retrospectivos que provocan los desaparecidos.

Exiliados y vencidos. Este pueblo disperso y esta patria de exiliados, de vencidos, la suya, es la de los artistas, los pintores, los músicos, los novelistas, los cineastas modernos, de cualquier nacionalidad, de cualquier partido, de Céline a Malaparte, de Janacek a Schönberg, de Eisenstein a Fellini, hoy día caídos en el olvido «posmoderno».

La parte por el todo, Kundera no perdona a las televisiones de Berlusconi el haberse vengado del autor de Ginger y Fred mostrando en la pantalla al gran director de cine, de la talla de Picasso, desnudo y agonizante en su lecho de muerte.

Asesinatos simbólicos. Al leerlo, pensamos en lo que el pintor De Kooning habría podido escribir, si no hubiera practicado un arte por definición silencioso, después de haber visto expuesto en 1953, en una galería neoyorquina, uno de sus dibujos, donado no hacía mucho por él a su jovencísimo colega Rauschenberg, y garabateado por el ingrato, bajo el título socarrón de Dibujo de De Kooning borrado. Punto final a la pintura moderna estadounidense y a su gran generación de expresionistas abstractos. Con esta iconoclasia, el arte pop neoyorquino inauguraba la «posmodernidad» contemporánea, el no-arte.

Kundera da otro ejemplo de este tipo de asesinato simbólico, que no esperamos de su pluma, porque fue obra de algunos de sus queridos modernos: el entierro expeditivo y definitivo del «cadáver» de Anatole France en 1924 por Breton y su grupo, relatado por Paul Valéry. Y redime este antiguo crimen de los suyos con una admirable exégesis de Los dioses tienen sed, situado de nuevo con toda la razón muy por encima de 1984, panfleto totalmente político de Orwell.

Conspiración de silencio. Desde los años sesenta, los modernos han sufrido cada vez más a menudo, por parte de los biógrafos y de la oligarquía mediática «posmoderna», ostracismos, procesos sumarios y conspiraciones de silencio comparables a la damnatio memoriae de Anatole France. El silencio ha llegado a sumergir en el olvido la gran novela premonitoria de Hermann Broch, Los sonámbulos. Eliot, Cioran, Brecht, Bergman y Greene han sido olvidados con diversos pretextos y su autopsia biográfica los ha descubierto devorados por la gangrena moral. En cambio, un plebiscito bien orquestado eleva a la categoría de genios, más allá del bien y del mal, a los Armani y otros Miguel Ángel del prêt-à-porter.

Este cambio de valores se ha extendido tanto que el Premio Nobel de Literatura V. S. Naipaul, para detener en seco la suerte que le esperaba, después de Philip Larkin, después de Günther Grass (la lista se alarga cada vez más deprisa), acaba de patrocinar su propia biografía oficial, en la que se pinta, a grandes rasgos y en detalle, como un monstruo de inhumanidad y esnobismo. Ingenioso método de Gribouille que le vale a Naipaul la primera página de los periódicos sensacionalistas londinenses y desanima por adelantado a los probables detectives de su vida privada. ¡La autoflagelación preventiva compensa!

Europa enmohecida. Pero en Un encuentro, la crítica de las bellezas supera con creces a la indignación con una Europa humillada, «enmohecida», como diría Sollers, en la que abundan a la vez los zelotes que atizan la memoria de los criminales y los detectives que incriminan y condenan al ostracismo a las artes y a los artistas. Kundera dedica vivos ejercicios de admiración a Breton, Aragon, Césaire, Chamoiseau, Janacek, Roth, Bacon y Malaparte.

La larga coda que cierra la colección, tan sorprendente como la rehabilitación de Anatole France, exalta el arte del Malaparte de Kaputt y de La piel, en otro tiempo libros de éxito, pero que creíamos clasificados desde hace mucho en la categoría de los «reportajes imaginarios» y carentes hoy de la menor importancia literaria. Kundera recuerda que desde la Primera Guerra Mundial, Malaparte se «comprometió» bajo el estandarte de Petrarca y no bajo el de Garibaldi. Siempre ha permanecido fiel a la mirada alejada del poeta, y ajeno al activismo a corto plazo del militante o del guerrillero. Aunque, como muchos otros modernos, se vio tentado durante la posguerra de 1914-1918 por el «orden nuevo» fascista, igual que otros se vieron tentados por la utopía soviética, nunca vendió su alma. Pagó con varias estancias en prisión su escepticismo y su falta de disciplina política. Sin embargo, sus ambigüedades le permitieron observar, por turnos y desde el interior, los estados mayores de los dos bandos de la Segunda Guerra Mundial, y el campo de batalla europeo que ellos asolaban de común acuerdo.

Sus dos novelas-testimonio, lejos de ser vulgares reportajes, son obras de arte, escritas desde el punto de vista superior del poeta, y en las que brilla la verdad dolorosa y contradictoria de la que sólo son capaces la poesía y la gran novela. Los cuadros apocalípticos de Kaputt, publicada en 1944, no son efectos melodramáticos, sino símbolos cargados de un sentido inagotable que anuncian que la época de Kali Yuga ha entrado en una Europa sacada de quicio. Malaparte ha elevado la prosa a la altura de La tierra baldía, de T. S. Eliot. Es todo lo contrario de los equívocos de Las benévolas, de Littell.

Gemir bajo la luna. La piel, publicada en 1949, tampoco carece de símbolos terribles, como el de los judíos crucificados que gimen bajo la luna, o el de Nápoles transformado en burdel para los soldados. Pero esta vez el tema recurrente de la novela es el soplo de «viento negro» bajo el que la Europa de la nueva era debe sobrevivir ahora y durante mucho tiempo, esforzándose en la ilusión eufórica y atormentada por una obsesión de eutanasia, como presa de una epidemia de cólera que se ha convertido en algo normal y habitual. En resumen, todo lo contrario a la claustrofobia tan ponderada de La peste, de Camus. Es difícil, después de estos argumentos, no releer las dos novelas y comprobar que Kundera tiene razón. ¡Se han subestimado estúpidamente! Su escalofrío de terror lúcido y de ironía alucinada no ha perdido nada de su belleza, y ha ganado en verdad.,.

En el desierto que se extiende, Kundera encuentra otro consuelo, además del redescubrimiento de las obras maestras olvidadas: el recuerdo de las cálidas horas de amistad y complicidad entre artistas de la modernidad. Esos tesoros de alegría, sobre todo los que debe a la estela dejada por André Breton en las Antillas, sirven ampliamente de contrapeso a la sombra que proyectan, por debajo de los últimos mohicanos, los cuervos que se arremolinan.

Y es que para él la gran insurrección que fue la modernidad es eterna y universal. Está hecha, a la vez, de la fidelidad creadora a los clásicos de las artes europeas -Rabelais, Cervantes, Sterne, Diderot, Velázquez, Beethoven y Chopin- y de la búsqueda exigente de una nueva forma capaz de descubrir la verdad humana allí donde menos se espera. Una poética que arranca hoy, pero que no envejece nunca.

Fuente: abc.es

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