No hay duda de que Michael Ende (Garmisch, Alemania, 1929-1995) ha sido uno de los escritores que más ha contribuido a que eso que hoy en día denominamos como “género fantástico” (así, sin más especificaciones ni subgrupos) no solo haya sido tomado en debida consideración, sino que además sea reconocido con el valor que se merece la buena literatura (es decir, aquella que se sitúa más allá de las etiquetas de género). Y es que son muchos, por no decir muchísimos, quienes se declaran fervientes lectores de dos de sus obras más famosas como son “Momo” (1973) y “La Historia Interminable” (1979), y más importante aún, reconociendo que disfrutaron de esos libros en su niñez y continuaron haciéndolo después, lo cual tal vez sea uno de los elogios más hermosos a los que pueda aspirar cualquier libro...
De cualquier forma, no es que Ende considerase que los niños eran un público de lo más interesante, sino que a ellos se dedicó desde el principio en cuerpo y alma paseando por editoriales aquel primer “Jim Botón y Lucas el Maquinista” que finalmente vio la luz en 1960 y se convirtió en un éxito inmediato, e insistiendo (para bien) con la que fue su secuela, “Jim Botón y los Trece Salvajes”, antes de acometer un proyecto tan ambicioso como el que ahora nos ocupa, que a lo largo del tiempo ha ido quedando irremediablemente eclipsado por todos los hermanos mayores que tiene.
“Das Schnurpsenbuch”, o como aquí se ha traducido, “El Libro de los Monicacos”, se publicó en Alemania por primera vez en 1969 (y que yo sepa, no fue hasta 1987 cuando Noguer lo publicó aquí en España, siendo la más reciente edición de la misma editorial la de 2009, y existiendo otra de Orbis de 1988), y es un libro infantil de poesías y charadas muy en la línea de la literatura infantil centroeuropea en el que Ende se dedica a hacer rimas disparatadas que son pequeñas y discretas (y sobre todo, entretenidas) joyas literarias, muy bien adaptadas además al castellano por Antonio de Zubiaurre (poeta aragonés traductor de alemán que también ha sido el encargado de volcar otras obras de Ende de difícil adaptación como “Norberto Nucagorda”, al que tal vez podríamos objetar que “monicaco” es, según el diccionario de la Real Academia, “hombre de mala traza, o de poco valor”, cosa que no se aplica a los niños a los que la obra original se está refiriendo), entre las que sobresalen, para nuestro gusto (y como no podía ser de otra manera), las dedicadas a la fantasía más fantástica y que hablan de lugares como el Bosque de Odín, de seres como el munflo (que vive dentro de la bota de un niño que hay en el fondo de un pantano), o de “trolas” que habitan montañas y duendes que no quieren trabajar...
Es decir, que a pesar de lo temprano del libro, y de su marcada voluntad infantil, ya atisbamos en él direcciones que marcarán el resto de una carrera literaria sin que su autor lo oculte. Y sin ser de los más memorables, a nadie amargará poder comprobar cómo la literatura puede llegar a retorcerse y a enriquecerse de las formas más insospechadas posibles... y sin necesidades de encasillarse en géneros que valgan.